Hacía 3 años que no lo veía, sin embargo parecía que fueran
más. Estaba igualito, algo subidito de peso quizá, pero con la misma chispa y
la misma alegría de los años pasados. Bien dicen que la navidad es felicidad, es
reencuentro y eso es justamente lo que significó para mí la presencia
de mi hermano ausente. Aún recuerdo cuando mi hermana le decía “no te vayas, quédate en
Tacna. Si te vas a Lima va a ser para que te quedes allá”. Cuánta razón tenía
al decirlo, ella lo presentía y así fue. Hace 7 años que se fue y sus idas y
venidas disminuyeron paulatinamente hasta que el fantasma del olvido
nos distanció.
Ayer después de
muchos años regresó, ya no de incógnito como nos tenía acostumbrados, sino con
mensajes de sorpresa para deleite de toda su familia. Mi corazón se regocijó de alegría por su
presencia. Allí estaba, radiante de contento, feliz y, sobre todo, honroso de representar al padre ausente (que dios lo
tenga en su gloria) compartiendo la cena
navideña, como cuando éramos niños y abarrotábamos la mesa para desesperación
de mi madre. Expuso un breve discurso,
cual novel político en campaña. Todos reíamos y no pude evitar quebrarme al ver
a mi hermano menor, el niño pequeño que retozaba por el patio descalzo detrás de su pelota, con el rostro cubierto de polvo, representaba dignamente a mi padre como cabeza de familia y, sentí, después de mucho tiempo, renacer el orgullo de tener a mi hermano menor en casa.